viernes, 17 de abril de 2020

Jesús, Siervo de Dios


JESÚS, SIERVO DE DIOS
Por Myriam Ponce

“[…] de la misma manera que el Hijo del Hombre, que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.” (Mateo 20:28) 

Jesús nos dijo que él vino al mundo a servir y no a ser servido. Cuando meditamos en la misión de Jesús en la tierra, su obra redentora, casi siempre lo relacionamos al servicio que vino a prestar a la humanidad. Sin duda alguna, Cristo vino a servir a los hombres. No obstante, quedarnos aquí sería una visión miope del corazón de siervo de Jesús. Él no solo vino a servirnos a nosotros, sino que su presencia en la tierra fue un acto de perfecta obediencia al Padre cuyo único propósito era hacer lo que él le había mandado. Jesús fue el Siervo de Dios profetizado por Isaías. De manera que la misión de Jesús en la tierra fue la de un Siervo: Siervo de hombres y Siervo de Dios.

Siervo de Hombres

“[…] se levantó de la mesa, se quitó sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en una palangana y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselo con la toalla con que estaba ceñido.” (Juan 13:4-5)

Cristo nos da constantes ejemplos en su vida pública de servicio a los más necesitados, a los olvidados y a los segregados por la sociedad, a los enfermos, etc. Tal vez, una de las historias más adecuadas para ilustrar el carácter de siervo de Jesús es cuando la multitud lo sigue por el Jordán mientras él y sus discípulos están exhaustos en la barca buscando un lugar solitario para descansar y, al verlos, siente compasión de ellos y se pone a enseñarles porque estaban como ovejas sin pastor.

“Al desembarcar, vio tanta gente que sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas.” (Marcos 6:34)

El Verbo hecho carne, después de treinta y tres años de vida de servicio a los hombres todavía le quedaba por hacer aquello que sería el más grande servicio que transformaría a la humanidad: el perdón de los pecados y la vida eterna. Su sacrificio en el calvario obtuvo para nosotros el ser hijos de Dios y la posesión de su Espíritu Santo.

Por más que leemos las Escrituras, contemplamos la cruz, escuchamos sermones, etc., nos es imposible comprender el beneficio obtenido por Jesús para nosotros. Ahora bien, no solo nos es imposible comprender el beneficio, sino también el costo necesario para lograrlo. Todo esto se pagó a un precio muy alto: su Sangre. Dice Juan, testigo ocular de la crucifixión del Señor, que de su costado brotó sangre y agua. Jesús se dio por completo por nuestra salvación, para que todo aquél que crea en él no muera sino tenga vida eterna.

Jesús, el Verbo increado, el Alfa y el Omega, el Rey de reyes y Señor de señores, se hizo hombre y se hizo siervo de los hombres para darnos la salvación.

Siervo de Dios

Muchas veces, esta otra perspectiva es ignorada. Sin embargo, para los que nos consideramos sus discípulos, este misterio exige nuestra meditación y contemplación. Existen por lo menos dos razones fundamentales por las que todo cristiano debe tomarse en serio la tarea de meditar profundamente sobre la identidad de Jesús como Siervo de Dios.

La primera razón, es que, al meditar en esta verdad (que todo lo que hizo Jesús fue un acto de obediencia a Dios), podemos comprender aún más el amor de Dios Padre hacia nosotros. Suele ser muy fácil para los cristianos asimilar el amor de Jesús por nosotros. Desde luego, él se entregó por nosotros en la cruz. Hasta cierto punto, es relativamente sencillo entender el amor de alguien que da la vida por otra persona. Pero, a menos que no entendamos en nuestra mente y corazón que todo esto era lo que el Padre quería que sucediera, difícilmente podremos sentirnos amados por el Padre.

“Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.” (Juan 3:16-17)

La segunda razón, es que, como discípulos, nuestro más grande llamado es la imitación de Jesús, nuestro maestro. Al meditar en las Escrituras sobre cómo se dedicó a servir al Padre desde que entró al mundo hasta que expiró en la cruz, se nos abre un mar profundo de conocimiento sobre el carácter de Cristo.

“[…] porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado.” (Juan 6:38)
Jesús vino, no para hacer su voluntad, sino para hacer la voluntad del Padre. Esto no quiere decir que su sacrificio en la cruz fue contra su voluntad o que no era la voluntad de Jesús el entregarse por la humanidad, pero sí quiere decir que Jesús lo hizo como un acto de obediencia a Dios. De hecho, Jesús deja claro que él no hace nada por su cuenta:

“Jesús, pues, tomando la palabra, les decía: ‘En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace él, eso hace igualmente el Hijo.” (Juan 5:19)

El autor de la carta a los Hebreos cita el Salmo 40 y se lo atribuye a Cristo, resaltando su disposición, desde que entró en este mundo, a hacer la voluntad de Dios.

“Por eso, al entrar en este mundo, dice:

Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo.

Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron.

Entonces dije: ¡Aquí estoy, dispuesto - pues de mí está escrito en el rollo del libro-
a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Hebreos 10:5-7)

Jesús tenía clara su identidad. Él se sabía el Siervo de Dios, su Padre. Entendía que tenía una sola misión: cumplir la voluntad del que lo había enviado. Si vemos la vida de Jesús bajo esta óptica, nos daremos cuenta que todo lo que hace está orientado hacia este objetivo. No hay nada que lo distraiga de este propósito. Parece obsesionado por complacer al Padre hasta en los pequeños detalles. Justo en la cúspide de su crucifixión y en plena agonía, parece decir “tengo sed” solo para que se cumpliera esa parte de la parte de la Escritura mencionada en el Salmo 22 y complacer al Padre en eso también (cf. Juan 19:28).

“Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: ‘Todo está cumplido.’ E inclinando la cabeza, entregó el espíritu.” (Juan 19:30)

Jesús se asegura de cumplir todo lo que está escrito; todo lo que prometió su Padre al pueblo de Israel a través de los profetas en el Antiguo Testamento. De hecho, sus últimas palabras fueron: “Todo está cumplido.” TODO. No hubo nada que haya quedado pendiente; nada se le escapó. Jesús se aseguró de eso. Es una exclamación que evoca la satisfacción que produce una tarea difícil cumplida con diligencia. Con estas palabras podemos escuchar entre líneas al Siervo de Dios diciendo: “¡Lo logré! Todo lo que mi Padre quería que hiciera, se hizo. Todo lo que mi Padre prometió a su pueblo, se cumplió. Obedecí en todo al Señor. Es hora de volver a casa.”

El hijo de Dios fue el siervo bueno y fiel hasta el final.

“[Cristo] El cual, siendo de condición divina,
no reivindicó su derecho
a ser tratado igual a Dios,
sino que se despojó de sí mismo
tomando condición de esclavo.
Asumiendo semejanza humana
y apareciendo en su porte como un hombre,
se rebajó a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte,
y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.
Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos,
y toda lengua confiese
que Cristo Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre.“
(Filipenses 2:6-11)

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