domingo, 21 de marzo de 2021

EL AMOR HASTA EL EXTREMO DE SANTA CLARA DE ASÍS A LA EUCARISTÍA




EL AMOR HASTA EL EXTREMO
DE CLARA DE ASÍS A LA EUCARISTÍA
por María Victoria Triviño, o.s.c.



I. El florecer eucarístico
en los tiempos de Clara de Asís


1) Antes del siglo XIII

«Una es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual nadie puede salvarse. En ella es a la vez sacerdote y sacrificio Jesucristo, cuyo cuerpo y sangre se contienen verdaderamente bajo las especies de pan y de vino en el sacramento del altar, por haberse transubstanciado, en virtud de la divina potencia, el pan en el cuerpo y el vino en la sangre».

Así suscribían la fórmula de fe los Padres del Concilio Lateranense IV en 1215. Se había alcanzado la cima segura, después de siglos de esfuerzo, de trabajo, de lucha por esclarecer la doctrina eucarística.

Hasta el siglo VIII constaba como creencia aceptada con seguridad la eficacia de la consagración en la Misa como Memorial de la institución del Jueves Santo. No preocupaba demasiado en qué momento se hacía presente el Señor en el altar. Se participaba en la comunión y únicamente se reservaba por si era necesario administrarlo a algún enfermo, es decir, sin culto extrasacrificial al Sacramento.

A partir del siglo IX, la participación de los fieles en la comunión se enfrió mucho. Razones de este alejamiento fueron: la amenaza de grandes castigos a quien participara indignamente; la formación poco profunda y de carácter moralista que a veces hacía ver impureza en actos de la vida ordinaria e incluso matrimonial. Las exhortaciones a una comunión frecuente no tenían éxito mientras, por otra parte, se insistía tanto en la propia bajeza.

Los teólogos carolingios, con el deseo de facilitar al pueblo una más profunda formación en torno al sacramento, propusieron algunas cuestiones, abriendo el debate al que pronto respondieron obispos y maestros, elaborando sus respuestas que, a su vez, suscitaban otras... La teología eucarística había nacido. Oscilando entre aciertos y errores, siguió adelante a través de los siglos, progresando notablemente, hasta quedar fijados los dogmas de la presencia real de Jesucristo en las especies sacramentales y de la transubstanciación.

2) La tarea del siglo XIII

La tarea del siglo XIII era vulgarizar todo aquel trabajo de escuela, formar al pueblo en la doctrina que ya aparecía con nitidez y precisión como objeto de fe.

Hasta entonces, se hacía centro en la Misa y comunión, pero, al ahondar los teólogos en la doctrina eucarística, poniendo de relieve la «permanencia de la presencia de Cristo» en las especies eucarísticas, «se vio la conveniencia de que el reservado destinado a los enfermos saliese de las alacenas y pastoforios, donde no siempre se encontraba con la debida dignidad, y se instalase en lugares más apropiados y preferentes, tales como en tabernáculos abiertos en el ábside; en imágenes-sagrarios que guardaban en una pequeña urna excavada en la escultura, ordinariamente en la parte correspondiente al corazón, las sagradas especies, o también sobre el altar, ya pendientes del ciborio en forma de palomas místicas o de tabernáculos, o bien directamente sobre la misma mesa del altar, en forma de arqueta, que cada día se enriquecía más y más con metales nobles y pedrería».1

3) Francisco y Clara de Asís

Como primer propagador entrañable de la Eucaristía hemos de citar con gozo a san Francisco de Asís, y, junto a él, por su inmensa fe, hemos de hacer mención de Clara de Asís.


«Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre hasta el altar en manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos, con la vista corporal, veían solamente su carne, pero, con los ojos que contemplan espiritualmente, creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero» (Adm 1,16-21).

Así se expresaba san Francisco en la primera de las Admoniciones, consciente y lleno de fe en la Eucaristía, y a lo largo de sus escritos, especialmente en sus Cartas, donde encontramos testimonios abundantes al respecto.2

«Clara es, de hecho, junto con Francisco, su padre y amigo, uno de los testigos privilegiados de la piedad eucarística de principios del siglo XIII».3

Las Hermanas Pobres de San Damián practicaban la adoración extrasacrificial del Sacramento. Pensemos que entonces no se trataba de una devoción arraigada y heredada de los mayores; era «novedad» y las supone pioneras en seguir con toda su alma las directrices de la Iglesia nuestra Madre. La piedad popular lo comprendió así y los artistas representaron repetidamente a Clara avanzando con una custodia en sus manos. Allá en San Damián se guarda una custodia que hubo de ser de las primeras, pues, si atendemos a los historiadores, la aparición de las primeras custodias data precisamente del siglo XIII. «Si los contemporáneos han visto en esta representación el símbolo de la vida espiritual de Clara es porque para ellos la adoración de Cristo velado en el Pan consagrado había dominado la vida contemplativa de clara».4

En el pequeño monasterio tenían la cajita o arqueta de plata y marfil para la reserva del Santísimo, y de ello hay testimonios ciertos, amén de que en 1230 el Ministro General de los Menores, Juan Parente, dispuso que se reservase el Santísimo en «píxide» de plata o marfil en lugar bien seguro, y las hermanas lo habrían hecho como dispuesto para toda la Orden. Se conserva una custodia que dicen está desde los tiempos de Clara. No sabemos si esto puede probarse; sí nos sorprende que, si fuese así, las hermanas no se la hubiesen llevado a su traslado a Asís, como todo lo demás e incluso el Cristo.

Que la piedad eucarística de Clara y sus hermanas de San Damián era extraordinaria, aun dentro del período de florecimiento que despertaba en su tiempo, lo demuestra sobradamente la impresión que el cardenal Hugolino muestra en carta a santa Clara, ponderando la devoción que había experimentado en su trato y conversación.

II. El rechazo de la invasión de los sarracenos

1) El peligro sarraceno


Sólo hacía cuatro meses que Clara, con las compañeras de la primera hora, se había retirado en San Damián, cuando la victoria de las Navas de Tolosa contra los sarracenos (1212), en España, hizo vibrar a la cristiandad, infundió nueva esperanza, enardeció los ánimos. Sensible a esta corriente de cruzada, de misión..., fue Francisco de Asís. Clara misma, en 1215, quiso pasar a Marruecos para morir por Cristo (Proceso 6,6; 7,2; 12,6), y a buen seguro que lo hubiera conseguido de no acudir el mismo Francisco a templar su noble sangre caballeresca. Su encendido amor le hacía desear dar la vida y le impulsaba a correr hacia aquel lugar en que hubiera sido fácil el testimonio hasta la muerte. La santidad de madonna Clara consistía, entre otras cosas, «en el desprecio de sí misma, en el ardiente amor a Dios, en el deseo del martirio» (Proceso 12,6).

Pero, he aquí que, corriendo el mes de septiembre de 1240, cuando Clara estaba ya muy enferma, el peligro sarraceno se le metió en casa. Allí los tenía llenos de furia, a pocos pasos. Sigamos la narración de Celano:


«Me agrada ahora contar los prodigios de su oración, con verdad fidelísima a la vez que con merecidísima veneración. Durante el infortunio que, bajo el dominio del emperador Federico II, en diversas partes del mundo sufría la Iglesia, el valle de Espoleto bebía con mayor frecuencia del cáliz de la ira. A modo de enjambre de abejas, así estaban estacionados en el valle, por mandato imperial, escuadrones de a caballo y arqueros sarracenos con el propósito de destruir los campamentos y expugnar las ciudades fortificadas. En esta situación, una vez, lanzándose el furor enemigo contra Asís, ciudad particular del Señor, y avecinándose ya el ejército a las puertas, los sarracenos, gente pésima que tiene sed de sangre cristiana y osa los más descarados crímenes, cayeron sobre San Damián, dentro de los límites del lugar; mejor dicho, dentro del claustro de las vírgenes...» (LCl 21).

En el pobre conventillo de San Damián, con trazas de pajar, tenían bien poco botín que esperar los sarracenos. No era pues la rapiña el peligro a temer, sino la violación material de la virginidad de cerca de cincuenta doncellas. Es lo que en todos los testimonios se pone de relieve al notar su retirada: «Las hermanas no sufrieron daño alguno». Celano, por su parte, parece avanzar ya el peligro a temer cuando dice que aquella «gente pésima» había llegado a penetrar en el «claustro de las vírgenes». Bien se sabe que esta clase de entretenimientos por asalto son muy del gusto de los ejércitos mercenarios que, adocenados en el anonimato en que el grupo los envuelve, desatan sus pasiones allá donde seguramente jamás volverán.

Humanamente las hermanas no tenían defensa ninguna.

2) Testimonios en torno al suceso


De las quince hermanas que deponen como testigos para el proceso de canonización de Clara, diez hacen mención expresa del rechazo milagroso de los sarracenos en una mañana de septiembre.

Celano, por su parte, da la impresión de haber recapitulado los mismos datos del proceso. Las hermanas que declararon habían sido testigos presenciales del hecho.

Tres de las testigos se expresan de forma genérica: Proceso 10,9; 12,8; 13,9.

Dos repiten de forma idéntica la declaración de Sor Felipa (Proceso 3,18); véase su testimonio en el Proceso 6,20, y 7,6. Las citaremos por ello juntas.

Las demás testigos coinciden en unos recuerdos y aportan otros nuevos, o reflejan su apreciación personal, como es el caso de Sor Angeluccia (Proceso 14,3), que hace una alusión breve al suceso, poniendo el acento en la eficacia de la oración de la Santa.

a) El enemigo había escalado el muro y penetrado ya en el claustro (Proceso 2,20; 3,18; 6,20; 7,6; 9,2; 14,3).

b) La única testigo que aporta datos cronológicos es Sor Francisca de messer Capitaneo da Col di Meçço: no recordaba el año, pero sucedió «en septiembre, un viernes, según creía, y a la hora de tercia» (Proceso 9,2).

c) El temor hizo presa en las hermanas; esto se refleja de forma indirecta al notar cómo Clara las tranquilizaba y les daba ánimos, exhortándolas a no temer, pues, al advertirle el peligro, inmediatamente llamó a todas (Proceso 2,20; 3,18; 4,14; 9,2).

d) Sor Bienvenida de Perusa declara que «la santa Madre, Clara, entonces gravemente enferma, se levantó de la cama» (Proceso 2,20); Sor Felipa y Sor Amata declaran que la santa Madre animó a las hermanas diciéndoles, entre otras cosas, que si llegaban los sarracenos: «...ponedme delante de ellos» (Proceso 3,18; 4,14), todo lo cual debió hacerse realidad no mucho después. Celano escribe al respecto: «Ella, con impávido corazón, ordena que la conduzcan, enferma como estaba, hasta la puerta y que la pongan delante de los enemigos» (LCl 21). Y Sor Francisca precisa que «madonna Clara se había hecho conducir hasta la puerta del refectorio» (Proceso 9,2). El refectorio de San Damián es una pieza rectangular abovedada, con puerta que se abre al claustro, precisamente en el ángulo opuesto a la entrada.

e) Varias testigos refieren palabras de santa Clara como textualmente suyas (Proceso 3,18; 4,14; 9,2).

3) Reconstrucción de los hechos

Era la hora de Tercia, alrededor de las nueve de la mañana. No sabemos si las hermanas estaban en este rezo o si se ocupaban ya en iniciar el trabajo. Clara, ya muy enferma, estaba en el lecho, en su pobrísimo lecho de paja. «Madonna Clara estaba enferma; y, sin embargo, de noche se incorporaba en el lecho y velaba en oración con abundantes lágrimas. Esto lo hacía también por la mañana, cerca de la hora de Tercia» (Proceso 14,2).

La proximidad del temible enemigo se dejó sentir. La debilidad no permitía a Clara caminar y pidió ayuda. Sor Francisca y Sor Iluminada la condujeron, siguiendo su deseo, hasta la puerta del refectorio que da al claustro. Entretanto, llamó o hizo llamar junto a sí a todas las hermanas y pidió, como dicen los testimonios, «que pusiesen delante de ella una cajita donde estaba el santísimo Sacramento».

Unos instantes de plegaria, que colman el ambiente como una columna de incienso. «Postrada en tierra hizo oración con lágrimas...»

Siente su responsabilidad de Abadesa-Madre de aquel racimo virginal sobre el que se cernía el peligro de lagareros profanos.

-- «Señor, protege Tú a estas siervas tuyas, pues yo no puedo hacerlo».

-- Y la testigo oyó una voz de maravillosa suavidad que decía:

-- «Yo te defenderé siempre...»

-- Madonna Clara se volvió a las hermanas y les dijo:

-- «No temáis, porque yo os aseguro que no sufriréis mal alguno, ni ahora ni en el futuro, mientras obedezcáis los mandamientos de Dios» (Proceso 9,2).

Las dos hermanas que la sostenían también percibieron la voz.

Clara tenía una fe capaz de mover montañas y, así, se alzó para confortar a las hermanas e infundirles confianza. Jesús, el Señor, estaba allí verdaderamente presente diciendo a su alma: «Yo soy tu victoria» (Sal 34).

-- «Hermanas e hijitas mías, no tengáis miedo, porque, si Dios está con nosotras, los enemigos no podrán ofendernos. Confiad en nuestro Señor Jesucristo, que Él nos librará, y yo quiero ser vuestra salvaguarda, de modo que no nos harán ningún mal. Y si vienen, ponedme delante de ellos» (Proceso 3,18).

-- «Caso de que los enemigos suban al monasterio, ponedme delante de ellos» (Proceso 4,14).

Sí, los enemigos escalaron el muro... y bajaron al claustro (Proceso 2,20; 3,18; 9,2; 14,3; 12,8; etc.).

La columna de defensa estaba formada y dispuesta: Jesús y Clara al frente, en medio de la puerta. Detrás, el racimo de vírgenes pobres. Sin pasar sobre Jesús y Clara, nadie hubiera podido llegar hasta ellas.

De repente, presos del pánico, los sarracenos retroceden, vuelven a escalar precipitadamente el muro y huyen «sin hacer mal ni daño alguno» (Proceso 9,2; etc.); «huyeron... sin hacer mal alguno, sin tocar a nadie de la casa» (Proceso 3,18).

En la tarde de aquel mismo día, Clara llamó junto a su lecho a Sor Francisca y a Sor Iluminada, las dos hermanas que la habían sostenido durante los acontecimientos de la mañana. También ellas habían percibido la voz, la respuesta de Jesús..., y les había faltado tiempo para comunicárselo mutuamente, asegurándose de que no se trataba de una ilusión. Ahora, interrogadas por Clara, se cercioraron todavía más cuando ella «les mandó que, mientras ella viviese, no lo dijesen a nadie» (Proceso 9,2); «Hijas carísimas, guardaos de todas maneras, mientras yo tenga vida, de revelar a nadie aquella voz» (LCl 22).

Aquel suceso debió marcar profundamente la vida eucarística de San Damián. Si renació la paz, fue impregnada en el gozo de la victoria. Clara, en su inmensa fe, había mediado; pero la defensa, la salvación la había obrado el Señor realmente presente en el Sacramento, su «dinamis» salvadora.

III. «Noble por descendencia,
pero más noble por gracia»

1) Fe en la Eucaristía


La fe y el amor de Clara a Jesús-Eucaristía era inmenso. El hecho que acabamos de reconstruir nos lo pone de manifiesto. En San Damián había costumbre de adorar al Señor en la reserva extrasacrificial, de acudir a Él para todo.

Hay rasgos y gestos que, en un momento dramático, no se improvisan, nos revelan. Ante el peligro de una avanzadilla de sarracenos desbocados, cuando no contaban con ninguna protección humana ni posibilidad de pedirla, no se pierde la serenidad. ¡Son pobres!... ahí está el secreto. Y pobre es el que se ha lanzado en el despojo existencial porque tiene puesta en Dios toda su confianza. El movimiento habitual de las Hermanas Pobres era cada día: esperarlo todo del Señor, esperar sólo de Él «el PAN nuestro de cada día», que de forma estereotipada en el lenguaje bíblico representa todas las necesidades del espíritu y del cuerpo.

No hay ningún rito de superstición, sino la fe convencida y familiar en la presencia de Jesús en la Eucaristía, cuando Clara hace poner ante ella la píxide de plata y marfil. ¡Con qué humildad, a pesar de su debilidad y la necesidad de ser ayudada, se postra rostro en tierra! «Los instantes de peligro inminente excluyen la reflexión: el corazón revela entonces sus impulsos íntimos. Si Clara acude tan espontáneamente a Cristo en el Santísimo Sacramento, si le pide ayuda y le confía el cuidado de defender a las hermanas, en vez de recogerse simplemente en Dios, es, sin duda, porque estaba habituada a buscar a su Señor en la hostia consagrada».5

¡Cuántas veces nos han representado este momento con una Clara airosa que avanza segura alzando la custodia frente al enemigo! Y nos hacía pensar que aquellos hombres naturalmente supersticiosos, aturdidos al intuir lo numinoso, habían huido atemorizados. Mas, sobre los testimonios cuidadosamente comparados, hemos de reconstruir de otra forma la escena. Clara se mantiene en la brecha, sostenida por dos hermanas. No enarbola la custodia en sus manos, sino que hay una cajita ante ella, tal vez en sus manos en algún momento; pero todo fue más sencillo, más humilde, ¡más divino!

La salvación experimentada aquel día mediante la presencia de Cristo en la Eucaristía hubo de sellar una mutua fidelidad más ardiente en las Hermanas Pobres. Él había respondido «verdaderamente presente» a la súplica de Clara. Y si alguien tuviese dificultad en aceptar el testimonio de las hermanas de haber percibido sensiblemente la palabra del Señor, bástele la realidad bien visible que siguió: la súbita retirada del enemigo cuando tenía la presa a pocos pasos.

2) Amor hasta el extremo

Quien se alimenta del Pan de Vida no puede crecer sin frutos de pureza y caridad porque «Creer es sólo amar, y nada puede y debe ser creído si no es el amor».6 La Institución del Jueves Santo está envuelta en un clima de AMOR y CRUZ. Un amor que pide correspondencia: «Amaos... como yo os he amado», y Él amó hasta el extremo (Jn 13,1). «El signo de Cristo sólo se puede entender si se entiende su entrega humana hasta la muerte como manifestación de un amor total».7

Clara lo había comprendido bien y seguramente, allí y entonces, aprestó su alma noble a dar la vida por sus hermanas. ¿Qué significado puede tener si no el hacerse colocar en la brecha? Y estas palabras preciosas que nos hacen admirar su nobleza: «Yo quiero ser vuestra salvaguardia... Y si vienen, ponedme delante de ellos» (Proceso 3,18); «Caso de que los enemigos suban al monasterio, ponedme delante de ellos» (Proceso 4,14).

Ésta es Clara. Estos gestos la manifiestan mejor que muchas palabras y bien los debió medir Celano cuando escribe en la Vida I: «Noble por descendencia, pero más noble por gracia» (1 Cel 18), que tomamos por título; y otro tanto cabe decir de la estimación que hace la Bula de Canonización de santa Clara: «Ella, noble por su estirpe y más noble aún por su vida...» (BulCan 7).

Noble por descendencia, Clara es valiente, decidida, generosa, fuerte como un caballero templado en la lucha, en la defensa de su porción. Pero más noble por gracia, sus armas vivifican: son la fe, el amor a Dios y al prójimo, la oración... Y seguramente en aquella plegaria, rostro en tierra, con la chispa del amor al rescoldo de su humildad y pobreza, no faltó la ofrenda de sí misma. Reparemos en la súplica que nos transmite una de las hermanas que la sostenían: no dice «protégenos», sino «protege a estas siervas tuyas, que yo no puedo». Pide la protección para las hermanas, sin incluirse ella. Y es que ella está dispuesta a defenderlas con su vida.

Todavía hay más delicadezas. No ocupó el primer lugar en la defensa. Ese lugar lo dejó a quien correspondía, al Señor, presente y velado en el Sacramento. Él, que es siempre el primero en dar, fue escudo para todas. También para Clara, aunque no lo deseara para sí. ¿Cómo no lo habrían de pedir para ella las demás hermanas?

Clara de Asís, en medio de la brecha, en pie, vio huir a los enemigos. Tampoco esta vez se consumó su anhelo de martirio hasta la sangre, pero su corazón y todo su ser ya había dado público testimonio de un amor pronto a dar la vida, de un amor «hasta el extremo».

«Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13).

«En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3,16).

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