¿Y SI DIOS NO EXISTE?
La propuesta de Blaise Pascal y la de los papas Benedicto XVI y Francisco
Blaise Pascal fue una mente privilegiada del siglo XVII que murió muy joven, con apenas 39 años. Fue uno de los científicos y pensadores más importantes del occidente cristiano, con una serie de aportaciones fundamentales a la Matemática, la Historia Natural, la Física (sobre todo en el tema de fluidos) y, como hombre de su tiempo, también a la Filosofía y a la Teología. En este último campo, hay una obra especialmente significativa titulada: “Apología de la religión cristiana”, en la que se engloban diferentes pensamientos e ideas, pero uno especialmente llamativo acerca de la posible o no existencia de Dios.
Pascal plantea las posibles respuestas que se puedan dar ante la existencia de Dios. La idea fundamental es, y por la que él apuesta, que optemos por querer y aceptar a Dios en nuestras vidas. Esto puede parecer lógico para un creyente. Y así es. Pero él también plantea esa aceptación para las personas que no creen o dudan de la existencia de Dios.
La tesis de Pascal es que, si una persona cree en Dios, y efectivamente Dios existe, y tiene una vida coherente con esa creencia, ciertamente este creyente ganará la vida eterna.
También existe el caso contrario: afirmar que Dios no existe, y que Dios no exista. En este caso, la persona no pierde nada: no cree, y además Dios no existe. No pierde nada porque no hay nada después.
Otra posibilidad es que haya una persona que no crea en Dios, pero sí exista la divinidad. ¿Qué pasaría entonces? De entrada, hasta donde nosotros podemos llegar, es que el ateo “ha perdido la apuesta” y se encontrará en un serio aprieto.
Con todo, Blaise Pascal plantea una cuarta opción, muy utilitarista, interesada, pero no tan descabellada, una opción destinada a los ateos y agnósticos, y es afirmar y vivir como como si Dios existiera. Si al final del camino resulta que Dios existe… entonces habrás ganado la vida eterna. Y si Dios no existe… pues no ha pasado nada. No había nada que ganar.
Este planteamiento es útil, por decirlo de alguna forma, para aquellos que no tienen fe. Pero en realidad es un planteamiento muy alejado de lo que la fe cristiana cree y profesa. Basta recordar la encíclica Deus Caritas est, del papa Benedicto XVI, en la que se explica que nadie se hace cristiano por una decisión racional, sino por un encuentro personal con Jesucristo: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1).
Esto me lleva a algo que es fundamental: nuestra misión de apóstoles no está relacionada con una parroquia, con un Movimiento, con una asociación… sino con Jesucristo. Como apóstoles no se nos preguntará si hicimos crecer el número de los miembros de nuestro Movimiento, o si hicimos tales o cuales obras de apostolado, sino si presentamos a Cristo a tal o cual persona. No son la pomposidad de las obras o los números, sino más bien si estamos siendo facilitadores del encuentro con Cristo con aquellas personas con las que nos encontramos.
Es una visión radicalmente opuesta a la de Pascal. Lejos del planteamiento utilitarista y filosófico de Pascal, hoy lo que los hombres y mujeres del siglo XXI necesitan son testigos. Testigos de Jesucristo dispuestos a ser misioneros suyos allí donde nos encontremos. El papa Francisco habla de la “parresía” en su exhortación apostólica Gaudete et exultate, y habla de lo que tiene que ser un testigo de Jesucristo: “Nos moviliza el ejemplo de tantos sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos que se dedican a anunciar y a servir con gran fidelidad, muchas veces arriesgando sus vidas y ciertamente a costa de su comodidad. Su testimonio nos recuerda que la Iglesia no necesita tantos burócratas y funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de comunicar la verdadera vida. Los santos sorprenden, desinstalan, porque sus vidas nos invitan a salir de la mediocridad tranquila y anestesiante” (Gaudete et exultate, 138).
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Por: Fernando de Navascués
Blaise Pascal fue una mente privilegiada del siglo XVII que murió muy joven, con apenas 39 años. Fue uno de los científicos y pensadores más importantes del occidente cristiano, con una serie de aportaciones fundamentales a la Matemática, la Historia Natural, la Física (sobre todo en el tema de fluidos) y, como hombre de su tiempo, también a la Filosofía y a la Teología. En este último campo, hay una obra especialmente significativa titulada: “Apología de la religión cristiana”, en la que se engloban diferentes pensamientos e ideas, pero uno especialmente llamativo acerca de la posible o no existencia de Dios.
Pascal plantea las posibles respuestas que se puedan dar ante la existencia de Dios. La idea fundamental es, y por la que él apuesta, que optemos por querer y aceptar a Dios en nuestras vidas. Esto puede parecer lógico para un creyente. Y así es. Pero él también plantea esa aceptación para las personas que no creen o dudan de la existencia de Dios.
La tesis de Pascal es que, si una persona cree en Dios, y efectivamente Dios existe, y tiene una vida coherente con esa creencia, ciertamente este creyente ganará la vida eterna.
También existe el caso contrario: afirmar que Dios no existe, y que Dios no exista. En este caso, la persona no pierde nada: no cree, y además Dios no existe. No pierde nada porque no hay nada después.
Otra posibilidad es que haya una persona que no crea en Dios, pero sí exista la divinidad. ¿Qué pasaría entonces? De entrada, hasta donde nosotros podemos llegar, es que el ateo “ha perdido la apuesta” y se encontrará en un serio aprieto.
Con todo, Blaise Pascal plantea una cuarta opción, muy utilitarista, interesada, pero no tan descabellada, una opción destinada a los ateos y agnósticos, y es afirmar y vivir como como si Dios existiera. Si al final del camino resulta que Dios existe… entonces habrás ganado la vida eterna. Y si Dios no existe… pues no ha pasado nada. No había nada que ganar.
Este planteamiento es útil, por decirlo de alguna forma, para aquellos que no tienen fe. Pero en realidad es un planteamiento muy alejado de lo que la fe cristiana cree y profesa. Basta recordar la encíclica Deus Caritas est, del papa Benedicto XVI, en la que se explica que nadie se hace cristiano por una decisión racional, sino por un encuentro personal con Jesucristo: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1).
Esto me lleva a algo que es fundamental: nuestra misión de apóstoles no está relacionada con una parroquia, con un Movimiento, con una asociación… sino con Jesucristo. Como apóstoles no se nos preguntará si hicimos crecer el número de los miembros de nuestro Movimiento, o si hicimos tales o cuales obras de apostolado, sino si presentamos a Cristo a tal o cual persona. No son la pomposidad de las obras o los números, sino más bien si estamos siendo facilitadores del encuentro con Cristo con aquellas personas con las que nos encontramos.
Es una visión radicalmente opuesta a la de Pascal. Lejos del planteamiento utilitarista y filosófico de Pascal, hoy lo que los hombres y mujeres del siglo XXI necesitan son testigos. Testigos de Jesucristo dispuestos a ser misioneros suyos allí donde nos encontremos. El papa Francisco habla de la “parresía” en su exhortación apostólica Gaudete et exultate, y habla de lo que tiene que ser un testigo de Jesucristo: “Nos moviliza el ejemplo de tantos sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos que se dedican a anunciar y a servir con gran fidelidad, muchas veces arriesgando sus vidas y ciertamente a costa de su comodidad. Su testimonio nos recuerda que la Iglesia no necesita tantos burócratas y funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de comunicar la verdadera vida. Los santos sorprenden, desinstalan, porque sus vidas nos invitan a salir de la mediocridad tranquila y anestesiante” (Gaudete et exultate, 138).
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