NUNCA SE DEBEN CALLAR PECADOS EN LA CONFESIÓN. ROGAR A DIOS PARA PERDER LA VERGÜENZA Y NO CALLARLOS
En la provincia de Güeldres hubo una mujer que por espacio de once años calló en la confesión un pecado de deshonestidad que había cometido.
Pasando por el pueblo en que vivía esta mujer, dos religiosos de la Orden de Santo Domingo, uno Sacerdote y otro lego, se acercó ella al primero, creyendo ocasión oportuna de confesar a aquel sacerdote desconocido el pecado que tantas veces había callado, y le pidió que la oyese en confesión.
Accedió gustoso el religioso y, mientras la confesaba, el compañero permaneció en oración en la misma iglesia, y luego observó que mientras aquella mujer se confesaba, salían de su cuerpo muchas y asquerosas culebras, y que una más disforme y asquerosa que las demás, asomaba de cuando en cuando la cabeza para salir, pero luego volvía a recogerse, y que cuando se hubo recogido del todo al terminar la confesión, todas las demás que habían salido volvieron a entrar en aquella mujer.
Acabada la confesión, los dos religiosos siguieron su camino, y andadas algunas millas, el religioso lego refirió al otro la visión que había tenido en la iglesia. Este sospechó al momento lo que aquella visión significaba, y determinó volver atrás con el objeto de decir a aquella mujer que volviese al confesonario, más al llegar al pueblo les dieron la infausta noticia de que aquella mujer había muerto repentinamente al entrar en su habitación.
Consternados los religiosos al oírlo, determinaron pasar tres días en ayuno y oración, pidiendo a Dios que se dignase manifestarles el estado de aquella alma en el otro mundo. En la noche del tercer día se les apareció aquella infeliz mujer rodeada de fuego y arrastrada por un demonio en figura de dragón; al rededor del cuello tenía enroscadas dos serpientes que la oprimían la garganta y le mordían cruelmente los pechos; en la cabeza una víbora horrible que la punzaba sin cesar; en los ojos dos sabandijas asquerosísimas que la roían sin descanso; en los oídos saetas encendidas que la penetraban hasta el cerebro; de su boca salían llamas de fuego, y dos monstruosos perros la atenazaban y mordían continuamente las manos y los pies, atados con cadenas de fierro candente; y dando un espantoso grito, dijo:
«¡Ay de mí! Yo soy la misma desventurada mujer que habéis confesado hace tres días! Aquellas asquerosas culebras que salían de mí, eran los pecados que iba confesando, y aquella otra más disforme era figura de un pecado deshonesto que siempre he callado por vergüenza en las confesiones.
Al ver en vos un confesor desconocido, intenté confesarlo, pero el demonio me sugirió tal vergüenza que volví a callarlo como siempre. Por eso ha visto vuestro compañero que al terminar la confesión, se recogió definitivamente, y con él volvieron a mi todos los demás que había confesado. ¡Ay¡ y ¡Cuánto me atormentan ahora y cuan fácilmente pude confesarlos todos y salvarme! Pero cansado Dios de sufrirme tantos pecados y sacrilegios, me mandó una muerte repentina, y terminé en los infiernos, en donde soy atormentada horrorosamente por los demonios en figura de horribles animales… Esta víbora que traigo en la cabeza, es un demonio que me atormenta espantosamente por mi orgullo y soberbia, y por la vanidad y esmerado cuidado en adornarme para servir de lazo a las almas de los jóvenes incautos y lujuriosos; las sabandijas que me roen los ojos, son otros dos demonios que me atormentan sin cesar por mis miradas impuras y libidinosas; estas saetas encendidas me traspasan los oídos, por haber puesto atención y escuchado con gusto murmuraciones, palabras torpes y canciones deshonestas; estas serpientes que traigo enroscadas al cuello son también otros dos demonios que me ahogan la garganta y me muerden los pechos, por haberlos llevado siempre con poco recato, y a veces de un modo provocativo, por los abrazos deshonestos que he admitido, y por las alhajas y preseas con que excesivamente me he adornado; estos perros rabiosos me atenazan las manos y los pies por mis malas acciones y tocamientos impuros, por mis bailes y paseos a los sitios en que se ofendía a Dios; pero lo que más me atormenta sobre todo esto, es este formidable dragón que me arrastra: este me roe y despedaza las entrañas, me punza el corazón, me aprieta y atormenta en todos los miembros que han servido a la iniquidad, me recuerda todos mis pecados, y por cada especie de ellos me da un tormento particular insufrible… ¡Desgraciada de mí! ¡Ya no tengo remedio! ¡Para mí se acabó ya el tiempo de la misericordia! ¡Ay! ¡Y cuan fácilmente pude salvarme! ¡Oh maldita vergüenza que me has abandonado para pecar, pero me has atado para confesarme!»
Dicho esto, dio un grito espantoso, se abrió la tierra y el horrible dragón la arrastró consigo a los infiernos, en donde ningún tormento jamás tendrá fin.
Hay que orar por los que se confiesan, para que sean capaces de vencer la vergüenza y no callen los pecados.
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