EL BURRO VANIDOSO
“Una vez un burro vanidoso llegó a su casa muy contento, muy feliz, y no dejaba de sentirse orgulloso... Su mamá le preguntó: ‘Hijo, ¿por qué tan contento y altivo?’. A lo que el burro vanidoso responde: ‘Ay mamá, sabes que cargué a un tal Jesucristo, y cuando entramos a Jerusalén todos me decían: Viva, viva, salve... viva, viva… y me lanzaban flores y ponían palmas de alfombra’.
“Entonces la madre le dijo: ‘Vuelve otra vez a la ciudad, hijo, pero no cargues a nadie, promete que no cargarás a nadie más’.
“Al otro día el burro vanidoso fue, y de regreso venía llorando y muy triste, demasiado triste, y le dijo a su mamá: ‘Ay mamá, no puede ser, no puede ser’. Ella le preguntó: ‘¿Qué te pasa, hijo?’. ‘Mamá, nadie se fijó en mí, me echaron del lugar, pasé desapercibido entre las personas y hasta me echaron de la ciudad’.
“La mamá se le quedó mirando y le dijo: ‘Eso le pasó, hijo, porque usted sin Jesús... ¡es solo un burro!’.
“Reflexión: Sin el Señor Jesús no somos nada, absolutamente nada. Amén”.
REFLEXIÓN
Y cuán fácil resulta perder de vista lo que tenemos frente a nosotros. Con frecuencia nos sentimos el centro del mundo, y sus alrededores; los bordados a mano; la última cerveza del estadio… y basta una simple gripa categoría 4 para recordarnos que unos invisibles virus nos ponen a moquear y sin fuerzas como cualquier desnutrido mortal. Como nos recuerda el aforismo latino: Errare humanum est, no podemos extrañarnos de cometer errores.
Sabiamente, San Josemaría Escrivá nos dice: “Cuando percibas los aplausos del triunfo, que suenen también en tus oídos las risas que provocaste con tus fracasos”. Este tipo de consejos nos ayudan para que no perdamos el piso.
Ya sé que esto les sonará a algunos como una actitud inhumana por ir en contra de la necesaria autoestima. Sin embargo, el mismo Jesús nos dice: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”, y no es la única referencia que aparece de sus enseñanzas en los Evangelios, donde nos deja clara la importancia que le concede Dios a la verdadera humildad.
Cuando actuamos como si nunca nos equivocáramos, estamos cometiendo uno de los más grandes errores. Pensar que somos infalibles va de la mano con la vanidad. Inmaduros y vanidosos… nefasta mezcla.
Si tan fácil que es reconocer: “Me equivoqué”… y pedir perdón. Así podrían terminar muchos problemas antes de que el viento del orgullo los convierta en incendios forestales.
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